Montesquieu

“al desaparecer la virtud de la república todos se aficionarán al libertinaje, no habrá nada que perder y mucho que adquirir».

Con su permiso QQ:.HH:. y en muestra de una audacia infinita, me atrevo en esta plancha, a hacer profana relación entre el pensamiento de un gran filosofo de la ilustración y la cruenta realidad por la que atravesamos en nuestro país. 

Por estos aciagos días de virulencia biológica y política, mientras la mayor parte de los ciudadanos del mundo intentamos acatar el encierro como podemos, en la llamada “tierra del equinoccio”, ese pequeño y cercano país de cuento, el mítico “absurdistán”, la clase política ha protagonizado algunos de los episodios quizás más vergonzosos, miserables y mayormente difundidos de su historia republicana.

Entre mascarillas, muchísimo más carillas, el reparto de hospitales cuyos administradores mafiosos, en vez de luchar por la vida, comercian con la muerte; cuando las manos que se lavan son las de los responsables de empresas municipales que transfieren millones a cuentas personales; las manos de discapacitados morales con carné y las de casi cualquier otro individuo que ejerza un mínimo espacio de poder; a portas de una nueva elección presidencial y parlamentaria, va conformándose el caldo de cultivo perfecto para esa otra enfermedad de la que ha padecido de manera crónica nuestra débil democracia y que es el populismo, de la que derivan tantos otros males mayores como el despotismo, la ignominia, el caos y la pobreza. 

Citado al principio de estas líneas, Charles Loui-Josep Secondat, el barón de  Montesquieu, nos decía hace poco más de tres siglos en la que es quizá una de sus obras más conocidas, divulgadas y discutidas “EL espíritu de las leyes” que  «la corrupción de cada gobierno empieza, casi siempre, por la de los principios». Que «el principio de la democracia se corrompe no sólo cuando se pierde el espíritu de la igualdad, sino también cuando se extrema ese mismo principio, es decir, cuando cada uno quiere ser igual a los que él mismo eligió para que lo gobernaran». Si esto es así, poco queda por explicar sobre aquello que los ciudadanos ecuatorianos querrán emular o sobre las atribuciones que querrán asumir y ejercer y, sobre el futuro que devendría con ello.

A los gritos de “viva la Patria”, o de “Gloria a Dios; hasta la victoria siempre”- en triste emulación- algunos de los actores políticos (casi todos ellos con invaluables habilidades histriónicas) han hecho evidente su descarado deseo de vivir “otra realidad”. 

Pero no hablan de esa otra realidad idílica, en la que pudiéramos soñar los demás ciudadanos luego de los cien primeros minutos de cualquier gobierno, en la que todos nuestros problemas quedarían solucionados como por arte de magia, gracias a algún financista iluminado. Por el contrario, tras un leve y más sereno análisis, parecen expresar la sed de saciar impúdicamente sus cada vez mayores ansias personales de fama, fortuna y poder. Ellos no padecieron encierro alguno, ni tomaron ninguna distancia respecto de las “oportunidades”.

Decía él barón : “La virtud en una república es sencillamente el amor a la república. No es un conjunto de conocimientos, sino un sentimiento que puede experimentar el último hombre del Estado tanto como el primero.(…) “El amor a la patria conduce a la pureza de costumbres, y a la inversa, la pureza de costumbres lleva al amor a la patria. En la medida en que podemos satisfacer menos nuestras pasiones particulares, nos entregamos más a las generales”. 

Hace algunos días expresaba el suscrito en esas benditas y malditas redes sociales que, junto con algún ex candidato, que no por prudencia sino haciendo un buen cálculo, decidió retirarse, hay otros que debieron seguir la misma senda. Entender y asumir que es tiempo de cambiar nuestra realidad política y con ello el futuro. Me parece que es lo que estábamos esperando muchos con ansias pero, cuan lejos estamos de ese acto de amor y de las concepciones del gran Montesquieu. 

Y aquí vamos nuevamente, a encarar otra decisión histórica, a enfrentarnos con nuestro derecho a elegir y a ejercerlo en aparente libertad. Pero como decía un querido y respetado Maestro, de apellido Diez, el detalle está en que “las personas que asisten a fiestas clandestinas y que rechazan el uso de mascarilla, son las mismas que votan en las elecciones y que definen nuestro futuro. ¡Y son muchísimas! Ese es el problema de esa cosa que llaman democracia”.

Llega la temporada de los altisonantes discursos, ahora virtuales, de las sonrisas talladas, el infinito amor, las bazucas y las cervezas de viernes con el pueblo. Ese pueblo que seguramente terminará decidiendo en función de sus urgencias, de su desesperación y de sus más íntimos anhelos. Lejos quedarán las prioridades, los grandes objetivos de la patria, el bien común y los acuerdos mínimos.   

Así las cosas, el momento mismo en el que al parecer los ciudadanos ejercen la igualdad democrática, es cuando labran su más nefasto destino. Para el filósofo francés: «El pueblo cae en esta desgracia cuando aquellos en quienes se confía, para ocultar sus propias fallas y  para que los ciudadanos no vean sus ambiciones, les hablan sin  cesar de la grandeza del pueblo”. Enfática y crudamente añade: «Cuando más parezca  el pueblo sacar provecho de su libertad, más próximo estará el momento de perderla».

Y hacia allá parecemos marchar, raudos, al compás que ahora nos marcan Twitter, Facebook, Instagram y YouTube; a enarbolar banderas con murciélagos en China, luchar contra huracanes en EEUU, guardar nuestro oro para siempre y recuperar la patria, “Ecuador para los ecuatorianos”, pero solo para los de corazones ardientes. 

Lamento agriar la noche y aportar solo pesimismo respecto del futuro inmediato, pero sinceramente creo que las circunstancias, las condiciones  sociales, la casi inexistente cultura cívico-política y el ausente sentido de país, solo permitirán ampliar las desigualdades y alimentar vanas esperanzas.     

Respecto de esto último, Montesquieu nos dice: «Dos excesos tiene que evitar la democracia: el espíritu de desigualdad que,  o la convierte en aristocracia, o la lleva al gobierno de uno solo y, el espíritu de igualdad extrema, que la conduce al despotismo». Refiriéndose a las antiguas penurias de la ciudad griega de Siracusa, sentenciaba: «Tenía en su seno un pueblo peculiar que siempre se encontró frente a esta cruel alternativa, darse un tirano, o serlo él mismo». Cuanta verdad, cuanta similitud con este “país canela”. 

Para finalizar con algo de decoro, expondré aquí unos versos de Bhagavad-gita, que encontré antecediendo una edición del libro “Los ojos del hermano eterno” de Stefan Zweig, que un hermano mío trajera magistralmente a nosotros hace una semana y que frente a los eventos relatados, sugieren cierta tarea política para  los hombres libres y en algunos casos, con buenas costumbres todavía pendientes de practicar: 

La omisión de los hechos no nos libera de la acción.

Ni por un solo momento nos quedamos libres de obrar.

Bhagavad-gita, (Canto tercero)

¿Qué es la acción?

¿Qué es la no acción?

Estas interrogantes son las que turban con frecuencia a los sabios.

Hay que poner toda la atención para obrar.

Hay que poner toda la atención para no obrar.

Hay que estar atentos, porque en lo más profundo de la no acción puede estar también la esencia del acto.

Bhagavad-gita, (Capítulo cuarto)

Es mi palabra Ven:. Maestro y QQ:.HH:.

Deja tu comentario y tu nombre

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s